Con este relato quedé finalista en el V certamen de relatos breves de mujer 2002 convocado por el Ayuntamiento de Valladolid.
Y DE POSTRE, JUSTICIA
Necesitaba olvidar aquel momento, seguir viviendo, tomar las
cosas como me venían y asumirlas con sencillez y disciplina.
Recuerdo, otra vez, cuando abrí la puerta de nuestra casa y me
lo encontré allí suspendido por el cuello de una soga atada a los cables de la
lámpara. Su cuerpo aún se balanceaba, sus ojos, su lengua, el color de la piel
en su cara. De la impresión me dejé caer en el suelo utilizando la pared para
recorrer un camino indescriptible de desánimo y de incomprensión. No hubo por
qué, la evidencia hizo que los motivos, que se me ocurrieron en aquel entonces,
sonasen a excusas mal urdidas. Hasta hoy todo ha resultado insuficiente para
entender el absurdo. Nunca más me he vuelto a preguntar por qué.
Oí la puerta de la vecina que se cerraba con un golpe seco y
unos zapatos de tacón que apuraban el pasillo. Seguramente, al ver la puerta
entreabierta de nuestro piso, no resistió la tentación de empujarla y meter su
cara para fisgar un poco, a continuación dio un paso decidido y estuvo dentro.
Envuelta en un ostentoso abrigo de piel arrastraba consigo un desagradable olor
a perfume barato que la precedía anunciándole allí a donde iba. Al verlo se
sujetó un grito con sus dedos gordezuelos y luego se acercó al ahorcado empujándolo
levemente con la mano: “¡Está muerto!” profirió con cara de idiota al tiempo
que me miraba pidiendo una explicación. Yo intentaba ponerme en pié. Aturdida
por aquella desgracia me costaba trabajo respirar mientras mi organismo se
revelaba contra el olor dulzón y desagradable que despedía aquella mujer y que
ahora invadía toda la habitación: “¡está muerto!” repitió “¿no lo ve?”
“¡muerto!” “¡muerto!”. El estomago me dio un vuelco que no pude reprimir y
vomité en el suelo salpicándolo todo con los trozos del almuerzo que acababa de
tomar. Aquella estúpida volvió a gritar, ahora ya sin ponerse la mano en la
boca: “¿Pero cómo ha podido vomitar ahora?” “¡Mire como lo ha puesto todo!” “¡Y
mis zapatos!”. Yo seguía haciendo esfuerzos por mantenerme derecha y prestarle
atención. Muy nerviosa buscó un pañuelito de papel que tenía en el bolso de su
abigarrado abrigo, después, se asió de una de las piernas de los pantalones de
Manuel y, apoyando la pantorrilla derecha en el muslo izquierdo, se dispuso a
limpiar las salpicaduras de su zapato mientras profería improperios con cara de
asco.
Yo lo vi todo y no pude hacer nada por evitarlo, rodeada por mí
vomito, por aquel olor con forma de esperpento femenino y por el pobre Manuel
colgado del techo. Vi como ante la tensión que procuraba la mano de la mujer en
la pernera, los pantalones se le fueron cayendo a la fuerza hasta que
finalmente se le bajaron a los tobillos de golpe, vi como los cables de la
lámpara no supieron sujetar la tensión de los dos cuerpos y cedieron ante tanto
peso, vi como la lámpara y Manuel caían sobre la alborotadora mujer
sepultándola bajo si, sobre el charco de mi vómito. El resultado fue patético:
dos costillas hundidas, una brecha en la cabeza de siete puntos y la pierna que
tenía doblada, partida. El abrigo quedó
para tirar.
A mí al principio el juez me cayó bien, parecía serio y
responsable, pero luego me di cuenta de que practicaba una extraña visión sobre
los aconteceres ajenos. Decidió precintar mi casa porque aunque la muerte de
Manuel parecía, efectivamente, un suicidio, el detalle de que tuviera los
pantalones bajados oscurecía un tanto el hecho en sí de la muerte. Yo me cansé
de explicarle una y otra vez como había ocurrido pero, al parecer, aquel hombre
ilustrado no acababa de ver con claridad… tan sencillo como a mí me parecía. En
consecuencia me vi en la calle con cuatro cosas que metí en una maleta y la
esperanza de que la justicia no tardara demasiado en verter alguna luz sobre la
dura cabeza de aquel sabio versado en leyes. Mi abogado, por su parte, me animó
diciéndome que no perdiera la esperanza porque, aunque la justicia es lenta, al
cabo, se hace notar. Como no podía entrar en casa, alquilé un apartamento muy
económico cerca del trabajo. Yo trabajo en una tienda de “Todo a cien”, mi
sueldo no me da para mucho y, entonces, teniendo que pagar el alquiler y sin
poder contar con lo que Manuel aportaba me arreglaba a duras penas. Llegaba con
mi sueldo hasta el día veinte de cada mes, luego solucionaba el tema de la
comida acudiendo a los comedores de caridad donde por trescientas módicas
pesetas, se come.
Pasaron algunos meses hasta que recibí una nueva citación del
mismo juzgado, se trataba del abrigo de la vecina, aquella mujer me pedía una
indemnización por la pérdida de su abrigo. Mi abogado me aconsejó que me
callara la boca y que pagara, porque estando abierto aún el otro caso por el
tema de los pantalones, no era conveniente levantar más polvorera, siendo yo la
misma acusada y él el mismo juez y la demandante, precisamente, la vecina que
se había visto envuelta en todo aquel mal asunto. “No es cuestión de tentar a
la suerte estando la otra sentencia pendiente” me dijo, así que me gasté todos
los ahorros que habíamos conseguido Manuel y yo en pagar el horrible abrigo de
pieles.
Pasaron varias semanas, incluso meses, mis días transcurrían
entre la nostalgia que me procuraba su ausencia y las escaseces, pero no quería
más de la vida. Y recibí una nueva citación, esta vez se me pedían
responsabilidades económicas sobre las lesiones que la vecina había sufrido en
nuestro piso. Mi abogado me hizo ver que siendo el muerto mío, la lámpara
también y con el agravante del vomito, “Que bien podría demostrar, la otra
parte, que había sido mal intencionado” Era mejor que no les entrásemos al trapo
y que acatásemos lo que el señor juez viera conveniente. Poco me podían hacer
ya, no tenía casa ni dinero. Acudimos al juzgado una espléndida mañana de
primavera y el juez decidió que para compensar a la vecina de las penurias que
había pasado y de la secuelas que el trauma la habían dejado, la cediese la
mitad de mi sueldo “Porque que se le caiga a uno un ahorcado encima, convendrá
usted con migo, no es cosa de todos los días. No es trago que le guste pasar a
nadie” Yo en eso estuve totalmente de acuerdo.
Dejé el apartamento y no sin esfuerzo encontré una pensión en
la que me alquilaban una habitación a cambio de mis servicios, como fregatriz,
en mis ratos libres… con el resto de dinero me las iba arreglando. Le cogí
gusto a ir al comedor de la caridad, tengo que confesar que hice buenos y
solidarios amigos allí. Pasó bastante tiempo desde aquello, tanto es así que
conseguí acomodarme a la nueva situación amarrada a esa rutina agria que me
había tocado vivir. El recuerdo de Manuel se instaló en un lugar de mi corazón
tranquilo y sosegado donde yo, de vez en cuando, volvía los ojos para
recordarlo en nuestros momentos felices.
Ayer por la tarde, cuando regresaba del trabajo, mi patrona me
esperaba con una carta certificada en la mano. Al primer golpe de vista reconocí
de qué tipo de documento se trataba. Llame a mi abogado y me puso al corriente:
mi vecina había decidido hacerse la cirugía estética para borrar, en lo
posible, aquella fea cicatriz de su frente. Me prometió que haría todo lo que
estuviese en su mano, pero el asunto se presentaba muy feo y no me aseguraba
nada…
Ahora sentada aquí en el camastro de mi cuarto, recuerdo otra
vez, aquel día lejano en que me encontré a Manuel colgado de la lámpara de
nuestro salón. Entiendo que necesito olvidar aquel momento y seguir viviendo,
tomar las cosas y asumirlas tal y como vienen, con sencillez y disciplina. Pero
no sé cómo hacerlo. Aquel día triste lo único que tenía que haber dejado en mi
corazón era ausencia. Ausencia que yo ya sabía conjugar en cualquier tiempo que
mi alma me pidiese, con paz, con ternura. En mi cuarto no tengo lámpara, una
bombilla cuelga de su cable a un palmo del techo. Mientras pienso en todo esto
hago, con la cedula de notificación, una pajarita. El papel se presta para
ello, parece cortado a la medida, está cortado a la medida.
Posó sobre la mesilla de
noche la pajarita que acababa de hacer absorta en algún decisivo pensamiento. A
pesar del profundo cansancio que se explayaba en su rostro conservaba un brillo
en los ojos que la concedía una singular belleza. Abrió la ventana y deshizo
los nudos de la cuerda del tendedero. La cogió y, tras cerrar, fijó su mirada
en la polvorienta bombilla de 60 vatios.
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