VERSOS EN SOMOZA

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martes, mayo 26, 2020


 

Gracias a CrÁtera y a David Acebes Sampedro.









LA QUILMA DEL SEMBRADOR

 

         Confluyen en la poética de Cristina Flantains una suerte de «neosurrealismo», que bebe directamente de las procelosas aguas del Conde de Lautréamont, y un «misticismo posmoderno» que, por lo que a mí se me antoja, no tiene parangón en el seno –siempre hostil y poco acogedor- de la actual poesía en lengua castellana.

En efecto, como podemos advertir en su nuevo poemario La quilma del Sembrador (y la clemencia de Maldoror), publicado en exquisita edición por la siempre fiable editorial Eolas, la escritora leonesa, afincada en su particular locus amoenus de Castro del Condado, glosa “a lo divino” (como hiciera, verbigracia, San Juan de la Cruz con los versos de su admirado Garcilaso de la Vega) una de las obras más representativas de todo el siglo XIX, Les Chants de Maldoror.

         Sin embargo, lejos de emular a Isidore Ducasse (paradigma de poeta maldito) y despotricar contra el Dios que “engendró” la basura del ser humano, Flantains adopta –con su característico verso libre y su prosa poética que sirve de frontispicio a los tres capítulos que conforman su glosa- una actitud más contemplativa, a la par que mística. En este sentido, puedo afirmar sin tapujos que su voluntad poética se encuentra no muy lejana a la del místico “profano” que fue (si se me permite la boutade) Juan Ramón Jiménez, siempre encerrado en su torre de marfil en busca de su particular Dios cuántico, que fuera a la vez “deseante y deseado”.

         Dice Flantains en uno de sus primeros poemas: «¡Ojalá pudiese quedarme para siempre / con el Sembrador de Estrellas!». Para la autora de estos versos, que intertextualizan la bella metáfora que escribió Antonio Machado, Dios –no el católico, por supuesto, sino el posmoderno- es un ente superior y desconocido, Creador de todas las cosas y cuya existencia –por más que a algunos nos parezca disparatada («Te veo y no Te veo / Te siento y no Te siento»)- se deja sentir en lo más minúsculo y cotidiano («Remera soy en la taza de café») hasta en lo más grande y alejado («a la suerte de un impulso sideral»).

         Como bien sabe la autora de Phi, siempre en busca de un «equilibrio áureo», Dios es invisible, como lo son, por ejemplo, las partículas subatómicas o las estrellas más lejanas que se escapan del alcance de los más modernos telescopios fabricados por el hombre. Pero eso no quiere decir que no existan, sino que, como poetas que somos, con ojo siempre avizor, estamos obligados a ir más allá e intuir lo inefable («Llegar a las cosas que no tienen nombre», nos recuerda la poeta) en un viaje trascendental que nos convierta en cáusticos proletarios al servicio de un «Dios muerto».

Pues en eso consiste, precisamente, el «misticismo posmoderno»: en creer en la existencia de un Dios que no existe. Insiste el oxímoron: «oraba a sus dioses marranos por él / con tanta fe que daba miedo». Si Dios no existe, si se ha convertido con el paso de los años en una simple «fruslería», no deja de ser sintomático que malgastemos nuestras efímeras vidas en una eterna búsqueda que no tiene fin. De hecho, si por un momento nos parásemos a pensar, parecería lógico concluir que, como hace Maldoror en su libro, solo cabe -en este infierno que nos ha tocado soportar- pedir clemencia y limitarse a vivir el presente.

         En este sentido, la poemogonía de Cristina Flantains guarda muchas concomitancias con las enseñanzas del maestro vallisoletano Jorge Guillén: «por él vivo, por él respiro, por él acontezco». O dicho de otra forma: mientras podamos decir que respiramos (que el aire es nuestro), podemos decir también que vivimos y, por lo tanto, que acontecemos en un «instante vivido». En lo poético, no hay pasado ni futuro, solo un jubiloso «Ahora» que como un «presentimiento transversal» atraviesa nuestra insignificante historia particular y la de todos.

Y es que, en resumidas cuentas, lo que propone Cristina Flantains en La quilma del Sembrador es que nada hay más allá de la muerte: nada hay detrás de un Dios entendido como eterno descanso… Pues que así sea y así cumplamos su voluntad, exprimiendo la vida que nos ha tocado vivir verso a verso, estrofa a estrofa… Hasta alcanzar el último y definitivo verso de nuestras vidas.

 

David Acebes Sampedro




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