LA OSCURA NOCHE DE SARA
La mañana se manifestaba húmeda y ventosa.
Era el estreno de un otoño inminente que
se colaba por las ventanas entreabiertas de la casa de Sara, recorriendo los
rincones, tiñéndolo todo de gris, golpeando las puertas con fantasmagórica vitalidad.
Sara no estaba ajena a estos cambios atmosféricos ante los que sucumbía sin
apenas resistencia. Iba aquella mañana y
como todos los días, de un sitio para otro de
la casa limpiando y ordenando lo que ella misma había desordenado o
ensuciado el día anterior, la semana anterior, el mes anterior. Inmersa en un
vagabundeo metódico recorría las habitaciones de su piso con la mopa en una
mano y la bayeta del polvo en la otra. Desde la radio, olvidada en cualquier
sitio, sonó la señal horaria que indicaba las 12 y así terminó su tarea matutina:
recogió su equipo de limpieza, buscó el aparato y después de desconectarlo se
dirigió a la cocina. Al entrar, un fuerte olor a líquido limpiador le lleno la
nariz. En la penumbra se destacaba algún destello vigoroso sobre la piedra de
la encimera. De la penumbra, que era la tónica luminosa diaria de la casa,
surgían las sombras con las que Sara vivía y vagabundeaba por los confines de
su imaginación. En esa penumbra se hacían fuertes acompañándola en aquel silencio solitario en
el que se mecía, olvidada y perdida en un chorco premeditado de angustias,
rabia y tristeza del que no intentaba escapar, encerrada allí, lejos de la manada, como una loba vieja.
Envolvió los bocadillos y los metió
en la maleta con el resto de las cosas disponiendose a almorzar. Mientras
comía, sus ojos arrastraban la dura mirada sobre la superficie de una carta que
había recibido la mañana anterior. Dentro, en un papel rallado y de esforzada
caligrafía, en cuatro líneas le comunicaban la inminente muerte del abuelo y el consiguiente funeral.
Ni alegría ni tristeza. Tendría que ir. La
muerte del abuelo la ponía en una posición incómoda porque suponía tener que
volver a ver esa parte de la familia, pero
así y todo ni siquiera se planteó no ir, había ciertas cosas para las que Sara
había sido bien adiestrada y no solo por eso, el hecho en sí de la muerte
quizá apremiaba en ella esa materia de
la que están hechos algunos seres vivos y que los reconcilia con el universo,
con su autentica esencia. Se está muriendo el abuelo, pues no hay más que
pensar: se va, se le acompaña en el último aliento, se le presiente en la
partida hacia otros mundos, se le dice adiós batiendo el aire con la mano
triste, se deja que el fin último de su existencia nos roce mientras se consuma
en la boca descarnada del anciano. A
pesar de toda la familia, de las pocas ganas de verlos, de hablarlos, de olisquear
su malsana compasión hacia ella, hacia
el viejo, hacia ellos mismos, su miedo, su ira... Y después de esta breve y natural reflexión
se entregó a lo que a ella le parecía una avalancha de preparativos paralizando,
así, su pensamiento.
Se aseó sin
apenas mirarse al espejo y se vistió cómoda y dignamente pensando en el
difunto. La idea de reencontrarse con Marisa le revolvía la cabeza especialmente;
nadie más como ella, haciéndole sentir la necesidad de situarse a la altura de
las circunstancias, de desviar de su cara aquella mueca dolorosa que se le
había instalado, concluyente, y que nada tenía que ver con la muerte. Marisa
sobre todas las cosas. Sobreponiéndose al hecho triste de encontrarse con su
imagen volvió sobre el espejo, tomó
el cepillo del pelo y se enfrentó con su
rostro, mirando sin apenas ver se atusó aquí y allá recogiendo el cabello y
sacudiéndose los hombros mecánicamente mientras sus ojos esquivaban sus ojos
para evitar al rayo de hielo, la descarga eléctrica, el martillazo cruel que le
suponía su propia mirada. Así estaban las cosas entre Sara y Sara; solo el
hecho de no tener testigos le salvaba día a día de su loca realidad. Después de
echar un último vistazo para comprobar que todo estaba en orden cerró la maleta
que dócilmente acogía lo que, por fuerza mayor, era imprescindible para un fin de semana triste.
Tras ponerse el
abrigo abrió el cajón de la cómoda y de entre la ropa sacó un sobre amarillo
con unos cuantos billetes de banco dentro. Hizo con ellos dos montones
idénticos, uno lo guardó en el bolso de mano y otro lo envolvió cuidadosamente
en un pañuelo que luego metió en el
bolsillo de su blusa. Tomó el equipaje. Sin demasiada prisa cerró, tras
de sí, la puerta con enérgica eficacia. Le pareció que salir de viaje le venía
bien a su autoestima, aunque fuera a un funeral. Una vez superado el escollo de
hacer la maleta, ya casi con un pie en la calle no parecía tan complicado;
dejar su casa tan libre de irse o quedarse la estimulaba, lanzarse escaleras
abajo maleta en mano era fantástico. Se preguntaba por qué no lo hacía más a
menudo, sin querer caer en la cuenta del porqué, obviando que quizás, no
siempre tenía a donde ir. Asumió un aire teatral y digno, con el deseo incontenible
de sentirse observada. Sin dificultad su loca mente transformó las vulgares
escaleras del primer piso de la calle Pozuelos en unas marmóreas escaleras de
caracol sobre las que colgaba una brillante y enorme lámpara de roca. Abajo, en vez del oscuro y húmedo portal de
todos los días, había un espléndido
vestíbulo lleno de hombres y mujeres vestidos elegantemente que la
aplaudían encantados de verla descender mientras ella, con aire regio, bajaba
con una sonrisa encantadora dando las gracias a diestro y siniestro a golpes de
mentón. El respeto que Sara sentía por si misma se basaba en el eco ponzoñoso
de instantes alocados como aquel, que la
hacían quererse como nadie la había querido, ni siquiera Manolo: Manolo que la
había dejado sola y triste; sola y perdida; triste y hundida. Aquello era uno
de esos momentos, un lapso de amor profundo que viviría por sí mismo durante
algunas horas en el limbo.
En
la calle el aire revoltoso seguía levantando los últimos posos que el verano
había acomodado en los rincones. A lo lejos Sara divisó un taxi. Agitando las
manos le indicó donde debía parar, al tiempo que recordaba cómo se había dejado
olvidado el billete de tren (en otro sobre), en el cajón de la cómoda.
Fuertemente contrariada y después de hacerle al taxi un sinfín de esperpénticas
muecas para indicarle que debía esperar, se lanzó escaleras arriba, ahora sin
ecos de gloria, simplemente maldiciéndose por su mala cabeza. Sofocada, sudorosa y cargada con el equipaje, abrió la
puerta con furia volviendo directamente a la cómoda. Posó los bultos y buscó el
billete, saliendo de la casa inmediatamente. Una vez fuera se dio cuenta de que
se había dejado la maleta dentro. Abrió la puerta indignada, entró, la
tomó y a trompicones volvió a salir dando un portazo, como alma que lleva el
diablo, haciendo añicos su sueño de
cristal.
Llegó a la estación muy enfadada consigo misma, encontraba mil
razones que justificaban la dificultad que entrañaba llegar hasta la estación. Pero lo que realmente la
molestaba era no haber gestionado con un poco más de soltura sus propios
recursos: “es falta de atención” reconocía
vívidamente mientras caminaba cargada
con su pequeña maleta. “Tengo tantas cosas en la cabeza”: Entró en la cafetería
y echó un vistazo al reloj. Se había precipitado un poco y como aún le quedaba
tiempo de sobra, decidió tomar un café. Respiró hondo, intentando recobrar el
pulso de la situación. Mientras libaba el café humeante, cayó en la cuenta de
que no había esperado a que el taxista le diera la vuelta, quizá porque en
aquel momento pensó que iba justa de tiempo, quizá porque iba pensando en alguna
otra cosa de importancia trascendental o porque había decidido dejarle una
buena propina, quién sabe.
El receptáculo
del bar era una urna acristalada desde donde se podía ver la estación
completamente. A la izquierda, se situaba el perfil urbano de la ciudad que con otro ritmo, como en otro mundo, parecía
ignorar la tupida red que el tiempo y el
espacio ofrecían a sus humanas víctimas, aquí, en este preciso lugar. A la
derecha, el día se explayaba luminoso sobre los raíles que fuera de la marquesina
se ofrecían a los caprichos meteorológicos, infinitos hasta el horizonte y más
allá. El corazón de la estación latía en cada detalle ferroviario, aún en el
más insignificante, y la magia del viaje y del viajero envolvieron a Sara,
absorta en su amargo café, amarrada a la
esperanza de que aquello le arrastrara a ella también haciéndola saltar a otra
dimensión. En el andén, un ritmo calculado exquisitamente mostraba sin introitos
sus bulliciosas algarabías con la llegada y partida de los cercanías. Sara desde
la barra del bar miraba maravillada hechizada, sencillamente fascinada a la gente que aparecía y desaparecía, con sus
interesantes y potentes vidas seductoras, deseables, con sus historias siempre
intrigantes...
Cautivada
por aquel ambiente, apuró el café ya frío mientras sus ojos repararon
casualmente, otra vez, en un enorme reloj: ¡eran las dos en punto!, ¡la hora de
salida de su tren!, ella ya debía estar sentada en su asiento, con el abrigo
doblado y la maleta colocada ¡La máquina debía de estar a punto de echar a
andar! Rápidamente buscó la pantalla de horarios y vio anunciada la salida
inminente. Le entró pánico, un pánico desmedido y enfermizo, descarnado,
demasiado entrenado y acostumbrado a darse rienda suelta, un pánico caprichoso
e indisciplinado tan cruel con la pobre Sara, tan bestia, tan primitivo...
Lanzó la taza por los aires y con un nudo en la garganta se precipitó ciega
hacia el andén. La carrera era como una contrarreloj de obstáculos: Subir y
bajar la escalera, atravesar la puerta eléctrica y voltear un par de agudas
esquinas... El jefe de estación ya alertado mantenía el tren parado y con el silbato
en la boca esperaba pacientemente a que aquella mujer que había irrumpido tan
precipitadamente en el andén, encontrara, una puerta para subirse a cualquier
vagón. El tren la esperaba pacientemente, embebido en su metálico lapso de
tiempo, lleno de pasajeros que se preguntaban la razón de que el tren no avanzase
y ella, abandonada en su torbellino tropezaba, caía, y se levantaba
dolorida ayudada por quien fuera,
mientras murmuraba: "¡Que me esperen, que me esperen!... Al fin entró por
la primera puerta que vio abierta. Cuando el silbato sonó, aquella enorme mole
metálica de ángulos desdibujados comenzó su marcha muy despacio. Sara, apoyada
en la pared, intentó recobrar el resuello; los pulmones le ardían y le escocían
las rodillas. Dos gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas intentando
deshacer el nudo que en la garganta apenas sí le dejaba respirar. De pronto, la
idea de que aquel podría no ser su tren la aterrorizó aun más: ¡No había tenido
la precaución de asegurarse! ¿O sí? ¡No lo sabía! ¡Tendría que saltar! ¡Gritar!
¡Correr a la cabina del maquinista y obligarle a parar!
-
Me deja ver su billete por favor -
Sin poder articular una palabra rebuscó en
su bolso mientras se limpiaba las lagrimas
con el antebrazo y se sorbía los mocos. Un hombre tranquilo le perforó
el billete con una sonrisa amable y luego paciente, como quien acompaña a un
niño al retrete, la acomodó en su asiento para finalmente, dejarla sola
deseándole un feliz viaje y recomendándole que se tranquilizase.
Allí
estaba, rodeada de indiferentes desconocidos. Lentamente, comenzó a tomar
conciencia de lo que había ocurrido y se sintió ridícula, abandonada. El calor
del aire acondicionado y la vergüenza le hacían sudar; se inspeccionó las
rodillas: raspadas no más, lo único el escozor. Notó como la blusa se le empezaba a pegar a la piel húmeda. Lentamente
se quitó el abrigo y pensó en Marisa: Marisa inteligente, Marisa bonita, Marisa
feliz; subiría al tren desenfadada, despreocupada, intentando hacerle creer con
su actitud displicente que no se regodeaba en su desgracia y, lo cierto, es que
no se regodeaba... Subiría al tren, dentro de tres cuartos de hora
aproximadamente, y con su voz aterciopelada, le aseguraría que se alegraba de
verla y seguro que se alegraba.
Sumergida en estos pensamientos poco a poco
fue superando la vergüenza que había sentido cuando entró en el vagón.
Recuperada la dignidad se acomodó en el asiento y llenó los pulmones de aire, haciendo que se
alzara su ampuloso pecho, mientras una vez más recurría al recuerdo de Manolo
y, en clave de odio, se los redondeó discretamente con sus pequeñas manos
mientras, con su trastornada imaginación, evocaba a aquella mujer que había
visto en algún libro escolar, con los
senos al aire que sujetaba una bandera en nombre de la libertad con la cara
pletórica de candidez y heroísmo puro...
Le resultaba a Sara tan fácil hacer aquellos momentos ajenos suyos.
El
paisaje transcurría verde y frondoso, sin lejanías, concretando a cada golpe de
vista unos y otros elementos naturales en un sinfin de colores otoñales y de
formas. Sara los reconocía en cada recoveco, sus ojos se deslizaban con las
aguas del Sil que, como un niño caprichoso, revolvía entre las faldas de las colinas siempre verdes. Se
presentía el aire en las copas de los árboles y, arrancado de sus recuerdos
infantiles, le vino a los oídos el murmullo vivificador de la corriente del río que le
transportaron junto al abuelo y a su
cara picorosa siempre mal rasurada. Sara se puso nostálgica reprobándose, entre
tantas cosas, no haber ido a visitarle más a menudo en los últimos tiempos. El
abuelo y Manolo se llevaban bien, el abuelo y Manolo se comprendían. En el
fondo, estaba segura, el abuelo le reprochaba aquel fracasado matrimonio.
Sara había querido mucho a Manolo y aún
le seguía queriendo con su amor trastocado, sometido, humillado; bajo este
sentimiento gris, poco a poco se fue sintiendo vacía y perdida en un abismo vertiginoso
de sentimientos maltratados. Al momento se quedó adormilada con el mecedor
movimiento del tren, con sus pequeñas tristezas y sus incómodos rencores a flor
de piel. Al cabo de varios minutos chasqueó la lengua y sé reacomodó en el asiento.
Sentía ganas de orinar; la pereza de buscar los servicios y el asunto de dejar
la maleta sola a merced de cualquier
ladronzuelo le hizo aguantar un poco más. Había perdido la noción del tiempo y
no sabía muy bien en que lugar del trayecto se encontraba: " Si la en la
próxima estación se subiera Marisa"...
Y se puso a pensar otra vez en ella, con las piernas apretadas y la
respiración entrecortada. "Quizá haya engordado y ahora esté como una
foca, a lo mejor se le ha olvidado depilarse el mostacho, quizá ha ido a la
peluquería a hacerse una permanente y se le han abrasado las puntas". Se
levantó resignada a tener que ir al servicio sin la vigilancia de Marisa.
Agarró su bolso y luego, en un arrebato de tontera, tomó el abrigo también,
mirando recelosa y resignada al resto de los pasajeros, intentando descubrir de
antemano al presunto ladrón.
No
tardó en encontrar el servicio: Abrió y entró con dificultad por aquel estrecho
hueco, a duras penas pudo cerrar la puerta con una mano mientras con la otra
apartaba el abrigo de todos los sitios para no rozar en ninguna parte. Aquel
receptáculo le parecía a Sara el colmo de la ridiculez. Sujetando, circensemente
el abrigo entre el pecho y el mentón y con el bolso colgado en el brazo, se subió
la falda, se bajo la faja, las medias y la braga al tiempo que con una mano
asía la ropa para no rozar el inodoro; de reojo intentaba calcular las
distancias a retaguardia para evitar las molestas salpicaduras, mientras la
tapa de la taza azotaba sus nalgas rítmicamente,
al son del traqueteo. Aquello terminó por arrasar su humor.
Marisa,
por fin, subió al tren; su melena roja recogida en una coleta floja se
desparramaba por la espalda contrastando con el gris de su abrigo de paño.
Estaba guapa. Al verla calló en la cuenta de ese extraño sentimiento que es el
cariño. Redescubrió su mirada tierna, su sonrisa fácil, y del fondo abismal de
sus pupilas negras dejó rodar hasta los labios de Marisa su solitaria pena.
Charlaron y charlaron mientras Sara indagaba en sus muecas buscando algún deje
cómplice que le consolara de su
silencio, de su soledad.
-
¿Qué tal estas Sara, querida?
-
Ya sabes Marisa ¿qué más puedo contarte?
-
¿Le has vuelto a ver?
-
No ¿y tú? Vivís en la misma ciudad ¿no te lo has encontrado alguna vez?
De
los ojos brillantes de Sara salía un grito desesperado y violento.
-
Cuándo pase todo esto del abuelo podías venirte unos días conmigo, a mi casa
¿eh?
-
Contéstame Marisa ¿le has visto?
-
¡Qué más da! ¿Qué importancia puede tener? Sí, sí, alguna vez le he visto.
Un
espeso silencio mientras Sara revolvía entre sus dedos, incansablemente, un
hilo que se había arrancado de la falda.
-
¿Cómo está?
-
Bien, él está bien.
-
¡Bien, bien. Pues ¡vaya cosa que me dices!
-
Perdona Sara. No sé qué decirte.
- Dejémoslo, sí,
dejémoslo. ¿Quieres un bocadillo? Tomáremos los bocadillos. Están bueno, los he
hecho yo. Será una buena manera de matar el tiempo. Marisa calló. El
silencio que todo lo mece, lo adormece como un golpe fuerte en la carne blanca
que la deja sin sentido, sin dolor, sin calor ni frio, macerada hasta que
amoratada, tiempo después, recobra la sensibilidad dolorosamente. Se levantó de
su asiento y a merced del traqueteo se izó sobre sus piernas gordezuelas
elevando los brazos hasta la maleta como lo haría una niña pequeña pidiendo a
su padre que la eleve y arrope en sus
brazos. El tren ronroneaba sobre la vía y su traqueteo, aunque no violento,
hacía peligrar la estabilidad de Sara o, por lo menos, eso le pareció a Marisa
que también se levantó rápidamente para ayudarla, agarrar por donde fuera para
que no se cayese. Por fin Sara asió la maleta y, tirando seca y peligrosamente,
la sacó de su cubil descomponiendo toda la escena. Ya no fueron solo las manos
de Marisa, los pasajeros más cercanos atentos a la imprudencia del gesto,
extendieron todas las manos, con cierta crispación. La puesta en escena de un
auto dramático, muy bien representado, no hubiese sido tan emotivo. Sara ajena
a aquel estupor discreto acarreo su maleta hasta sus asientos y allí, mientras
mascullaba las delicias de los bocadillos de tortilla, abrió una poco la
cremallera y metió el brazo moviéndolo
dentro, buscando a palpas, entre la ropa y las cosas, la bolsa con los
bocadillos. La mirada perdida en el techo a favor de la forzada postura,
bragada para no perder el equilibrio, sudando por el esfuerzo, el calor... la
ira. Cómo no les encontró así decidió abrir más, un poco más, y tirando con
fuerza, comenzó a sacar prendas que iba depositando en el regazo de Marisa que
la mira silenciosa... ese silencio que todo lo mece, lo adormece, como un golpe
fuerte en la carne blanca:
-
Venga mujer, no me mires así, no vamos a llegar allí y pedir que nos den la
cena. Como para cenas estará el ambiente.
-
Esta bien, iré al bar por un par de cervezas ¿te parece? Y así te doy tiempo a
que acabes de buscarlos y vuelvas a meter todas tus cosas en la maleta.
-
Muy bien, te espero para empezar juntas.
Mientras
Marisa estuvo ausente su desánimo descansó
en aquellos breves momentos de soledad. Se había puesto fuera de control
ante las escasas noticias sobre Manolo,
aturdida por sospechas de posibles conversaciones, miradas, sonrisas, palabras
que ya no eran para ella y que no quería que fueran para nadie: Manolo solo en
una isla desierta, preso en la luna, condenado en el fondo del mar..., por no
quererla, por renunciar a tenerla, a comprenderla, a amarla como solo ella
debería saber que Manolo podía amar. Qué importaba ya que fuera otra mujer o la misma Marisa. De pronto se sintió
agotada, si por ella fuera, en ese mismo instante hubiese cerrado los ojos y
hubiese dormido mil años.
Comieron los bocadillos mansamente, apenas sin
hablarse. Marisa expectante por saber por qué derroteros iba a continuar aquel
viaje, deseando que acabara ya; Sara embebida en sus incertidumbres, en su
dolor, en su rencor.
- Marisa- dijo de pronto mientras masticaba-
perdóname lo de antes, no me encuentro bien, tú ya sabes.
-
No te preocupes, lo entiendo perfectamente, pero todavía no me has contestado
¿vendrás conmigo unos días?
-
Déjame pensarlo ¿de acuerdo?
-
Te vendría bien romper con tu rutina, recordaríamos viejos tiempos y haríamos
algunas cosas juntas
Y
Sara comenzó a dejarse arrastrar por la placidez que le proporcionaba el jugoso
bocadillo de tortilla y la cerveza.
Absorta en no sé qué pensamientos, divagaba por los confines de la
razón, lejos de Marisa, de aquel tren, y del recuerdo del abuelo.
-
¿Todavía fumas?- Le interrumpió Marisa agitándola levemente por el brazo.
-
De vez en cuando- murmuró ella mientras volvía la mirada y se limpiaba con el
dorso de la mano el mentón engrasado.
-
Pues echemos un cigarro ¿te parece bien?
-
Estupendamente, pero tendremos que salir a la plataforma, estamos en área de no
fumadores.
-
Pues vamos.
Se
levantaron y salieron. La espalda de Marisa sé interponía entre ella y la
plataforma con insolente tranquilidad mientras avanzaba lentamente. Sintió odio
hacia ella: tan inocente, tan simple como un bebe; apretó los puños en un
esfuerzo por contener la rabiosa envidia y
miró a su nuca con desafiantes ojos: era ahora sin duda, algún
maquiavélico personaje de esos que de pronto surgían de su imaginación. Cuando
Marisa llegó a la puerta del vagón al darse la vuelta descubrió la tremenda
mirada:
-
¿Te ocurre algo Sara?
-
No, no-. Contestó ella con falsedad arropándose en una cálida sonrisa.
Pero aquella calidez no transcendió de sus labios, puesto que, su alma ya no era
accesible ni para ella misma. Marisa sin comprender nada salió a la plataforma.
La puerta exterior estaba abierta y el ruido era intenso. El aire golpeaba lo
más inmediato con tanta violencia que casi se podía ver. A Sara le pareció
estar en el centro de su propia razón. Marisa le dijo algo que no pudo oír y
girándose hacia la puerta abierta la asió con las dos manos empujándo para
cerrarla. En la cara de Sara seguía esa estúpida sonrisa. Se acercó a Marisa
con la intención de ayudarla pero, en el último momento, cambió de idea y
agarrándola por los hombros la empujo con violencia al vacío. A pesar del ruido
intenso, un grito de horror le atravesó los sentidos. Apoyada en la pared no
supo de donde había salido aquel lamento. Cerró los ojos y se tapó los oídos,
abrumada:
"Calla,
calla y escucha como corre el tren por la vía muerta, muerta y fría y pegada a
la fría tierra. Calla y escucha su sonido metálico y estridente, su sonido de primitivo progreso, de tosco porvenir.
Calla y escucha como la casualidad galopa detrás de él divertidamente loca,
como una niña centenaria, batiendo despreocupada los brazos al viento, mientras
corre en pos de este metálico artefacto. Calla y escucha. No se oye nada, solo
el tren con su suspiro salvaje. Calla y escucha. Por favor. Calla y escucha lo
que el tren no nos deja ver. Nosotras, detrás de sus lindes, muertas y vivas,
saludando al viajero desde el andén de cada estación, al viajero que se deja transportar
lleno de su propia vida ignorando todo lo demás. Calla y escucha. No tiene
corazón no es más que un artilugio, no puede respirar, ni vernos, ni siquiera
tocarnos. Sólo puede correr por esta vía: muerta y fría".
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