FOTOGRAMA DEL ÚLTIMO DÍA
Publius Cornelius Scipio Aemilianus, procónsul de
Pompeya, no era la primera vez que mataba aunque nunca lo había hecho como hoy.
Una cosa era matar o morir luchando por el orgullo de Roma y otra bien distinta
era matar como había matado aquella tarde, a plena luz del día, en su propia
casa, movido por un sentimiento que no estaba definido en el manual del
buen legionario y arropado por un silencio sobrecogedor. ¿Había matado sin una
buena excusa? Apretando los ojos no quería ni pensar en esta posibilidad. Aún
jadeante por el esfuerzo y, sobre todo, por el sentimiento, se sentó en el
borde del implivium, lleno a rebosar, y medio pasmado sumergió sus manos
ensangrentadas, esperando que el agua, por si sola, fuera suficiente para
limpiar la sangre y su olor dulzón. La sensación fresca del agua le animó: Le
había matado de un solo golpe de cuchillo asestado en el cuello, rápido y
eficaz. Ahora el recuerdo de su cara sonriente tendiéndole la mano, le tiene
paralizado, ni por un momento se imaginó que había llegado el momento de morir.
Julia Marciana aún lloraba en la
alcoba, Publius la oía con precisión manifiesta, desesperadamente mansa,
lloraba sin estridencias con tanta pena como nunca a nadie había oído llorar,
ni siquiera a las madres que perdían a sus hijos en el fragor del asalto
a una aldea de bárbaros, de entre todos los lamentos que él había oído, aquel
le parecía el más insoportable. Publius aguantó la respiración para escucharla
sin interferencias mientras el agua esquivaba la sangre dentro del implivium:
la sangre de las manos, las manos mismas. Absorto en la declaración de dolor y
sus matices se preguntó si seguiría desnuda al pie de la cama abrazada aún al
cuerpo del amate también desnudo. Al cuerpo de Marcus… al que no hacía tanto
también él había amado. Cierra lo ojos y vuelve al momento en que los encontró,
no podía caber más belleza en ese instante. Marcus y Julia juntos, abrazados
con sus preciosos cuerpos vibrando bajo el mismo apetito, en el mismo auspicio,
cabalgando sobre la misma cresta del placer, tan dolorosamente bellos ¿fue
quizá esta la razón? De haber sido tan joven y tan bello, quizá no le hubiera
matado, se hubiera quitado la túnica y se hubiera metido con ellos en la
cama, ninguno de los dos le hubiese dicho que no, al contrario ni siquiera le
hubiesen dicho que no hoy, de hecho, Marcus, cuando notó su presencia le tendió
la mano. ¿Por qué lo maté? Julia pronunciaba su nombre justo cuando él entraba
por la puerta… Marcus
Un ruido atronador le distrae, mira
al cielo pensando en el Vesubio bajo cuya sombra la tarde se apresura. Por la
apertura del impliviúm en menos de un segundo, el azul del cielo se vuelve gris
y muy brillante, un olor nauseabundo le abrasa los pulmones y empiezan a llover
piedras primero y luego ceniza, el Vesubio trona con tanta ira y con tanta
fuerza, corre a la habitación en busca de Julia y de Marcus, también, aunque ya
no esté.
-¡No!- intenta gritar pero no le sale la voz, le abrasa la garganta- ¡No
lo hagas!
Julia le mira, el pelo y la piel ya cubierto de ceniza
y los ojos vidriosos. Cada vez que tose la sangre le sale a borbotones por el
filo de la hoja del cuchillo que se está clavando en el vientre.
De rodillas en el suelo intenta llorar pero no
tiene aire para hacerlo. ¿Por qué les maté? Se pregunta una y otra vez,
mientras la furia del Vesubio le silencia a golpe de ceniza y para siempre.
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