LUNA LLENA es el relato ganador del concurso planteado en la red social Netwriters en el contexto del grupo de temática erótica, gestionado por la escritora Lydia Cotallo : Placeres y Perversiones.
Fue una alegría, sin duda. Lo pasábamos genial en aquellos grupos.
La tarde
de trabajo había sido larga en el taller de ebanistería. A veces ocurre que la
luz de las tardes de verano se prolonga interminablemente, sobre todo en junio,
recreándose hasta el agotamiento. José se movía alrededor de la sierra
grande con los brazos llenos de serrín, ensimismado en su quehacer. Ya no era
solo el serrín en los brazos y en la cara, sino además, en sus
desgastados vaqueros, en la camiseta casi blanca y en los rizos del pelo negro.
Recibía el tablón que salía de la cadena de producción y, con la palma de la
mano, aunque enguantada, lo acariciaba con esa codicia que tienen algunos
hombres que consiguen, con un gesto, hacer suyo lo que señalan: en este caso la
veta, el tacto sedoso de la madera trabajada, el color, el olor que trasciende
a la arboleda y al mueble que conformará el paisaje cotidiano de un hogar. Y
cómo no, a las manos que se apoyarán en él ya convertido en mesa. Cierra
los ojos y piensa: las manos , manos amorosas, y los ojos, ojos que quizás
estudien esta veta que será excusa, claro, mientras la imaginación corre a
horcajadas en un plateado rayo de luz.
Tirando del
guante se acerca a la ventana y mira. Hacia arriba. Se lo sabe de memoria
porque lee el calendario todos los días desde la última luna: hoy día 20, luna
llena en sagitario a las 11,02. Sabe que, redonda, está allí arriba aunque él
no la vea. Lo sabe a ciencia cierta, y está tranquilo porque, esa certeza,
nadie puede arrancársela: hoy es luna llena.
Desanda toda su trayectoria en el taller y va colocando la
herramienta. Se sacude la ropa. Aparta el tablón que será mesa y que acaba de
preparar colocandolo sobre las patas, pasa su mano sobre ella, prácticamente
terminada ya, sin guante. Y vuelve a imaginar sobre esta unas manos
blancas, la mirada sumisa, el silencio, la sopa caliente que humea, el
entrechocar de la cuchara sobre la loza, esa boca fresca donde esta se apoya
como en una caricia... Los labios, sobre todo los labios, y la naricilla.
Y, justo encima, los ojos reflejando la luz, recogidos por el arco de las
cejas, ese afán domesticador sobre la mirada libertaria que se prende
cada vez que se enfocan sobre el horizonte, pero no a lo lejos, no: a lo
alto. ¿Hay horizonte ahí arriba?
La mesa no es muy grande, para seis comensales. Ha sido un
encargo de las Hermanas del Monasterio de la Asunción. Lleva trabajando dos
meses en ella más lo que va de este, dilatándose en cada detalle. Y mientras la
mira piensa que ya está casi terminada. Aquella otra tarde de marzo, con noche
de luna llena, les había dicho la Madre Superiora que en el convento cada
vez eran menos las monjas que en él vivían, así que iban cerrando las
salas más grandes y acomodando las pequeñas, a favor de un ahorro en
calefacción de cara al invierno y que por eso, había que amueblar un nuevo
comedor. Aquella tarde había acompañado a su patrón al convento para
inspeccionar la sala y ajustar la medida de los muebles. Un comedor para seis
hermanas: las que quedaban en la orden. Tres de ellas muy jóvenes, dos más
mayores y la Madre Superiora, la más vieja. Les recibió la Madre acompañada de
una de las hermanas más jóvenes, tan tímida, tan discreta, que casi parecía
invisible corriendo detrás de la Madre. Los pasos chiquitos y sin levantar los
ojos del suelo.
Ese caminar de geisha junto a la Superiora, el sonido sordo
del manteo , no ver ojos pero sentirse vigilado y la sensación de una
alegría contenida, le hizo gracia a José. La Madre les explicó: debían
aprovechar los muebles posibles del comedor grande, las sillas, por ejemplo;
una alacena más pequeña que solo contenía la cristalería de la vajilla grande,
serviría para los seis juegos completos; el aparador, tipo mostrador, para
apoyar cosas: los manteles, cubiertos y el cortador de pan. La mesa y las seis
sillas. Midieron la habitación y calcularon la mejor manera de optimizar el
espacio, puerta y ventana. El patrón tomó notas en su libreta y se despidieron.
-Acompaña a estos señores a la puerta, hija, que ya se van-
Y, delante de ellos, las manos recogidas debajo del
escapulario les condujo silenciosa a la puerta
-Buenas tardes les de Dios.- Sonrió, cerrando la puerta
tras salir ellos.
Las tardes de marzo son igual de largas que las de
junio pero con menos luz, así que, cuando salieron del convento ya era de
noche, y la luna llena se explayaba sobre los tejados rojos, sobre el
empedrado. Montaron en la vieja furgoneta, hablaron de aquel tiempo en que el
monasterio, en pleno apogeo, era un hervidero de hermanas (a José no le
alcanzaba la memoria para tanto, era demasiado joven) y, luego, del tipo
de madera que utilizarían para la mesa, de los ajustes en los otros muebles.
Cuando ya casi estaban llegando donde él debía apearse, el
patrón se dio cuenta de que había olvidado la libreta con los
apuntes del encargo. Y volvió José, claro, un tanto a regañadientes,
después de dejar al patrón en su casa al amor de una cena caliente.
Llamó a la puerta del convento insistentemente pero las
monjas habían desconectado el timbre eléctrico y ya no sonaba. En los sagrados
momento de oración no escatimaban argucias para preservar su tranquilidad. La
aporreó, gritó debajo de la ventana, pero no recibió respuesta alguna. Volteó
el edificio, en ese afán de hacer bien su trabajo, buscando una ventana en la
que picar, otra puerta, quizás. Difícil encontrar entre aquellos muros añejos
de piedra, tan siquiera alguna grieta. Nada.Una vez completado el periplo se
sentó en el arrimadero de un palomar aledaño y abandonado y se paró un
segundo a observar el perfil de la edificación de piedra bajo la luna llena, a
tomar conciencia del tiempo perdido en aquel acto, por la mala cabeza de su
jefe, a fumar un pitillo que sacó del bolso de la chaqueta y a escuchar el
crepitar de la brasa en cada calada, tal era el silencio.
Así que lo oyó: el ruido de un gozne. Se levantó
rápidamente pisando con energía la colilla contra el suelo. ¿Unos pasos? La
noche era clara bajo la luna llena y no veía a nadie. ¿Un rumor de telas? Lo
oía, pero no sabía dónde. Agudizó los sentidos, tanteó el aire como un animal
salvaje y se aproximó al muro: estaba en el tejado.Sin dudarlo un
momento, tras comprobar que desde el suelo no veía nada, corrió sigiloso hacia
el palomar y trepó por los huecos de los nidos abandonados, llenos de heces
añejas adheridas a la estructura de adobe, plumones y el eco lejano del arrullo
de las palomas en su hipotético auge. Se le pegaron a la piel junto al serrín
de la tarde, junto a la intriga.
El tejado viejo, con sus tejas moriscas, sujetaba la helada
que, desde el cielo raso, a merced de los rayos lunares, arrancaba diamantinos
reflejos de todos los lados. Sigilosamente se tumbó sobre ellas y miró, con la
mirada poderosa de un animal salvaje y hambriento. Y la vio caminando por el
tejado, con sus cortos pasitos de geisha. Puede ser que fuese la que había
visto esta tarde al lado de la Madre Superiora, puede que no. La luz de luna
caía de lleno sobre su figura menuda. Se sentó, despacio, recogidas las
rodillas con las manos, como meciéndose al arrullo de una canción interior,
volvió la cara hacia el cielo, el bendito cielo que todo lo comprende.
Cuidadosamente, levantó los brazos y se despojó del velo y luego de la toca,
ceremoniosamente: las horquillas que la sujetaban primero, colocándolas a buen
recaudo, y luego la tela, descubriendo la cabeza juvenil, el corte de pelo a lo
chico. José no veía el detalle de su cara pero le pareció que sonreía mientras
metía sus dedos entre el pelo corto frotando su nuca sin dejar de
mecerse. Otra vez el recogimiento, abrazada a las rodillas, la cabeza
apoyada, atenta a la noche, respirando por cada poro aquella luz, aquel
aire frío. Y luego, con calma inusitada, desató el cordel que circundaba
su cintura con tres nudos, a cada cual más apretado; se despojó del negro
escapulario doblándolo con esmero al lado de la toca, en un decidido y elástico
gesto. A continuación, otro segundo de recogimiento, de indagar en el frío
ambiente, de respirar la brisa, de echar a volar la mirada siempre hacia
arriba. Puesta de pie, sin velo, sin toca, sin negro escapulario, cubierta solo
por la blanca túnica parecía un ángel. Y cuando elevó los brazos al
cielo, la luz de la luna, toda, se recogió allí. Con lentitud, como siguiendo
una orden silenciosa, se subió la túnica librándose de ella dejando al
descubierto el cuerpo precioso. Tanta desnudez lo llenó todo. Ya no solo
sobre el tejado, sino también en los ojos del muchacho, ¡y la cabeza, y el
vientre, y las manos...! Y ella, bajo aquella luz plateada, tendió su cuerpo
sobre la ropa quitada entregada de lleno a aquel retazo de noche , los pechos
desparramados sobre las costillas, los brazos abiertos, los muslos, el vello
negro entre las piernas, el de las axilas, ojos cerrados, respiración
tranquila acompasando un latido que, por supuesto, José no podía ver,
pero que presentía como si fuera único. Y el frío de marzo en la noche
clara de luna llena, se esfumó de pronto.
Contempló, sin pestañear, el magnífico espectáculo, pegado
a las tejas, perdida la noción de tiempo, ansioso, ávido de cada segundo. La ve
recrearse en la luz tan desnuda y tan libre, tan tremendamente etérea que
asusta a cualquiera . Y cuando todo terminó y ella se vistió y desapareció, fue
incapaz de articular movimiento alguno. Hasta que, desde la línea del horizonte, del horizonte que
está a ras de tierra, los primeros rayos de luz solar cruzaron la llanura yerma
y calentaron las tejas sorprendiéndole , cual pasmarote, tumbado sobre
ellas. La campana del monasterio tocó a maitines. Cerró los ojos y la
imaginó saliendo al pasillo con las otras hermanas, yendo a la capilla a orar.
Con las místicas manos bajo el escapulario. las mismas que aquella noche habían
movido deseo a raudales sin hacer ni un solo gesto , y luego, durante la
oración en posición recogida, abrazadas ambas frente al pecho,los ojos
cerrados, cicatera la memoria en esa oración constante, y el aire que sale
por entre los labios, ¡esos labios!, portando la plegaria matutina, el
dulce ruego que recoge el perdón de cada pecado,el de cada uno de nosotros.
Descendió y, como poseído, volvió a la puerta y llamó una y
otra vez, incansable, impenitente. Al fin oyó los pasos por el pasillo, una
tranca que se corre, el gozne, casi como el de la noche, que hace que la puerta
sea abierta. Y la cara vieja de una hermana, seria y de ojos vivarachos que,
sin hablar, preguntan por tanta impaciencia. Él explica a trompicones,
queriendo entrar ya y recorrer toda la casa como si fuera la suya, Le deja
pasar, pero le conduce con mano firme al futuro comedor, no más. Con pocas
palabras le pide que no la entretenga, que es la hora de la oración y que las
hermanas y ella también, han sido interrumpidas; dice adiós desolado, con
un dolor que no sabe bien dónde ubicar y la sensación de haber visto el paraíso
por la rendija más pequeña que hay en su vida, con las retinas cargadas de esa
luz nocturna reflejada en la preciosa piel blanca, ya blanca para siempre.
Volvió a la siguiente noche y a la siguiente y a la
siguiente, esperando encontrar sobre el tejado, aquel haz de luz sin obtenerlo.
Buscó mil excusas para volver a la casa, midió y requetemidió, y esgrimió
mil razones para estar allí cuanto pudo. ¿Quién sabe si la tuvo cerca? Las tres
jóvenes nunca iban solas, siempre acompañadas de la madre superiora o de alguna
de las viejas, los ojos siempre a rastras, enganchadas al silencio, al
recogimiento. Imposible caer en la cuenta de quién podía ser ella.
Casi ya con la esperanza perdida pero fiel a su cita, una
noche de abril sin una estrella en el firmamento, solo la luz de la luna
con su fuerza, volvió el ruido de la portezuela del tejado, las pisadas
felinas, el manteo batiendo la brisa... el mismo ritual de la otra vez: primero
el velo, luego la toca, el escapulario, el cinto con los tres nudos,
apretados apretados, el gesto tranquilo, el aire que sale y entra por los
ollares rítmica y pausadamente, de espaldas a la luna, ya desnuda del todo,
vuelta con los brazos abiertos, el mentón altivo, los pechos cimbreantes, el
universo entero recogido en el gesto. Y poco a poco bajar hasta la teja roja y,
sobre el manto que hace un minuto cubría el precioso cuerpo, dejarse cubrir por
la luna, dejarse mecer en su luz, penetrar silenciosamente en el haz, ser parte
de él. Así que José volvió a sentirse subyugado, tal vez por la luz o tal vez
por el cuerpo o por la luz y el cuerpo, sin saber qué hacer con el latigazo
intenso que le abrasaba desde el vientre, con tanta belleza, con tanto deseo.
con tantas ganas de mirar sin pestañear siquiera. Y por fin, lo comprendió, lo
relacionó: la luna; era la luna llena.
Ha llegado mayo y José tacha mentalmente los días en el
calendario del taller, repasa atento las hojas, se las sabe de memoria : en mayo
el 21, en abril fue el 22. Se entregará con vehemencia a la contemplación. Cada
encuentro tiene una particularidad en la luz; no sabe muy bien a qué es debido
pero se deja llevar: que el deseo acampe en cada uno de sus poros, que se llenen los
ojos, que el vientre abrase y las manos se crispen sobre la roja teja.
Hoy es junio: 20 llena en sagitario a las 11,02. Mientras
baja la trapa del taller hace planes: agosto, septiembre, julio... Sabe todas
las fechas, todas las horas... piensa en cómo podrá ser diciembre cuando haya
nieve en el tejado...
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