Hay una tarde eterna
en las cortinas de
terciopelo,
en el ruido de la
puerta
que derrama su furia
secamente,
en el de la llave
descifrando cerraduras
o en el siseo de los pasos
que recorren
el pasillo comatoso,
buscando un cubil idéntico a
este.
Además,
la textura mortecina
de unas piernas desnudas
sobre la áspera sábana
me tortura desde el fangal de
los deseos,
sucediendo, aquí también, una
inexplicable eternidad.
Intento amansar la ira tras los párpados
febriles.
Tumbada en la cama
invoco el único vestigio del
hogar:
el recuerdo insoportable
del ruido metódico de un
goteo
estrellándose contra la loza
sucia del fregadero.
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